miércoles, 6 de abril de 2016

La Cruz

EL PODER DE LA CRUZ

Dice el apóstol San Pablo: la palabra de la Cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, es decir para nosotros es poder de Dios (1 Co 1,18).

La Cruz es el único remedio de que dispongo para la curación real de mis males la que llega hasta las raíces. Por el hecho de ser un dotado de libertad puedo hacerme un mal uso y por lo tanto llevo en mí la marca del pecado. Si de hecho peco acentúo mi pecado. Me afectan de mas a mas por contaminación directa los pecados de mis antepasados y por proximidad los del mundo que me envuelve. Esta es la situación de cada hombre. Enfrente de ella hay la gracia de la Cruz ofrecida misteriosamente a todo hombre. El hecho de no haber sentido hablar nunca de Jesucristo no quiere decir que la gracia del Crucificado no actúe en la consciencia de una persona concreta. De que manera esta gracia es aceptada o rechazada solo Dios lo sabe claramente, pero el Espíritu Santo hace llegar la salvación de Jesús a toda consciencia que no acepta la acción. Dice la escritura: Dios es salvador de todos los hombres, sobre todo de los fieles (1Tm 4,10), y también: porque no hay debajo del cielo ningún otro nombre dado a los hombres que sea necesario a la salvación que el de Jesús (Ac 4,12).

Yo entonces que he recibido el anuncio del Evangelio he de conocer personalmente el poder de este nombre mediante la palabra de la Cruz. Dicho de otra manera, he de experimentar personalmente que me libera de mi pecado en virtud de su muerte. Si yo rehuso que Jesús me libere de mi pecado, rehuso al amor infinito de Dios, permaneciendo en mi egocentrismo, y mientras persevere en esta actitud quedo excluido de la salvación de Dios, condenado a vivir en un vacío estremecedor fuera de mi Creador y Salvador.

En la vida presente, inmergidos en nuestras vivencias humanas, podemos vivir sin tener plena consciencia de nuestra verdadera situación de cara a Dios. Hasta podríamos llevar una vida sin pecados graves careciendo fácilmente del deseo vehemente de vernos mas liberados de nuestro egocentrismo en virtud de la muerte de Jesús, lejos de todo orgullo, de toda autosuficiencia, de toda dureza de corazón hacia los otros, de todo descuido de Dios. No nos damos cuenta plenamente de la necesidad de ser curados de diversas heridas de pecado que no nos dejan vivir en plenitud como hijos de Dios y que podemos causar en todo momento peligrosas recaídas en nuestra salud espiritual, psíquica y corporal.